Jorge Luis Borges dejó escrita una reflexión muy incómoda: “Toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio”. Se refería, principalmente, a las desdichas que pueden ocurrirle al hombre y que, según el escritor, han sido prefijadas por él mismo. Puede que no estemos de acuerdo en semejante determinismo del destino, pero la brillantez de su lenguaje es abrumadora y, aunque de soslayo, convincente: no se puede negar algo tan bello. No quiero referirme a las desdichas, pero sí al destino y, por eso, yo me atrevería a añadir: “Toda decisión es una entrega dócil”.
Intentaré explicarme. No hay nada pretendido ni decidido en mi devoción al paisaje, al paisaje en acuarela y al paisaje de Alcalá de Guadaíra, fundamento principal de la colección que se les presenta a ustedes en esta sección. Volví a Alcalá con ocho años, después de pasar mi infancia en La Roda de Andalucía, un pueblo rural y árido, parecido en mi recuerdo al Comala de Pedro Páramo. Cuando tuve edad para caminar por mi cuenta, frecuenté el parque de Oromana de mi ciudad y descubrí una naturaleza salvaje, muy distinta a la de aquel pueblo seco. Había un río, el Guadaíra, muy contaminado entonces, pero con riberas exuberantes y árboles portentosos; había un bosque, algo que para mí solo existía en los cuentos, y en ese bosque había molinos de agua antiquísimos que no eran ruinas y que encajaban en el paraje con absoluta dignidad. Pongamos los ingredientes: adolescente solitario, con aptitudes para el dibujo, veranos larguísimos, un entorno espectacular y una caja de acuarelas nueva. Mézclese bien y saldrá un chico pintor de acuarelas de paisajes de su pueblo. Ni modo, otra vez, Borges otra vez.
No puedo relegar la influencia de los artistas que ya empezaba a conocer, muchos de ellos de la conocida Escuela de Alcalá (Sánchez Perrier, Hohenleiter, García Rodríguez, Pinelo, etc. entre los siglos XIX y XX), y otros, más contemporáneos, del grupo alcalareño “Retama” (Barranco, Recacha, Romera...) Todos llamaban mi atención y me parecían maestros inalcanzables, en especial, un acuarelista oriundo llamado Luis Contreras, de los años veinte del pasado siglo, y del que poseía una obra que me regaló mi amigo Manuel Silva, un tesoro que miraba y estudiaba insistentemente.
Las coordenadas ya estaban fijadas. Si se le añaden tiempo, curiosidad y empeño, el cóctel estará completo. Si bien en otras técnicas pictóricas (óleo, acrílico, dibujo...) los materiales e implementos son importantes pero no decisivos, en la acuarela sí lo son. Y como casi nadie pintaba con ese procedimiento salvo para bocetos u obras menores, tardé mucho en aprender a dominarlo, siguiendo el viejo esquema de “prueba-error”. Y es que se trata de una ciencia ciertamente oculta, solo para iniciados, en un sentido casi masónico, pues alberga secretos que no deben contarse.
Pude ver y experimentar, por fin, la docilidad de un buen papel al recibir el agua, charcos de agua más bien, su respeto al pigmento cuando seca, la infinita posibilidad de degradados, su fortaleza ante la luz del sol y su delicadeza en los cortes o límites de la mancha. Agradecí la profundidad de los buenos pigmentos, su mezcla certera y sutil y, por supuesto, su pureza. Y luego están los pinceles, pero esa es otra historia.
Como es otra historia cómo se prepara el papel, cómo se tensa sobre el tablero y cómo se abre a un territorio que puede ser campo de batalla y en la que el oficio no es garantía de éxito.