En un viaje a Madrid, visité las obras de la serie “Los patos del Buen Retiro”, de Julian Schanbel, expuestas en el Museo Reina Sofía. Eran unas sábanas enormes, de seis o siete metros de altura, en las el pintor aplicó improntas de grandes telas impregnadas en tintes, brochazos poderosos, trazos anárquicos, palabras improvisadas, etc. Los comentarios en prensa elogiaban estos lienzos en términos ampulosos: “glorioso”, “una fiesta visual”, “monumental”... Empecé a dudar de las opiniones expertas cuando leí sentencias como “arte minimalista”, “retorno a la pintura” y, sobre todo, “nueva subjetividad”. Las ganas de elogiar al pintor más cotizado del momento ganaban a la contemplación juiciosa. Desde luego, la serie no era minimalista (muchos metros cuadrados), no era gloriosa (Schnabel concibió el asunto al caerse de una barca en El Retiro, como reconoció él mismo) y no era una fiesta visual (un desmadre no es una fiesta, es un caos). Lo de nueva subjetividad sigo sin entenderlo.
Me preguntaba entonces si se necesitaba un formato tan grande para expresar esas sensaciones plásticas, si mejoraba el mensaje al ser tremendo o si solo era grandilocuencia. Lo único que sabía con certeza es que se ajustaba a las pretensiones de una institución tan conspicua como el Museo Reina Sofía.
Las mismas preguntas me surgían ante las obras de Anselm Kiefer en el Museo Guggenheim de Bilbao, pero en este caso comprendí que la monumentalidad (mayor aún que la de Schnabel) sí mejoraba el mensaje, sí era necesaria para “cuestionar el lugar que ocupa el ser humano dentro del cosmos”, según decía el programa de la exposición.
Las instituciones estatales de arte de todos los países fomentan los formatos desproporcionados y convierten el arte contemporáneo en un espectáculo abrumador, a veces incomprensible para el espectador no entendido. No obstante, ese mismo espectador puede disfrutar sin imposturas de “La encajera”, cuadro minúsculo de Johannes Vermeer, en el Louvre, de las obras de Paul Klee, todas pequeñas, de las ilustraciones de René Gruau o de los grabados de Chillida.
Pintar en formatos reducidos no es “hablar bajo” ni es reducir el alcance de la obra. La elección del formato es, habitualmente, una cuestión caprichosa que no depende del tema pero sí determina su ejecución. La misma intención comunicativa existe en un cuadro pequeño que en uno grande (como bien comprobamos con Chillida). La única diferencia entre ambos formatos es la dimensión física, las complicaciones técnicas y la pulsión exploradora. Tratándose de acrílicos, como los que aparecen en esta sección, y dada la libertad técnica que proporciona esta técnica pictórica, la decisióndel formato solo se justifica, al menos en mi caso, en asuntos tan triviales como el lugar donde pinto, el lienzo que compré por azar o la ubicación donde descansará la obra. De cualquier manera, no creo que existan ideas grandes o pequeñas, solo existen precios distintos y espacios que rellenar. Y la elocuencia será la misma, aunque los museos se empeñen en lo contrario.